Muchos, y quizás, inmortales
Manuel
Rodríguez Rivero
Me entero,
no sin un estremecimiento
de aprensión, de que, según las previsiones de las Naciones Unidas, en
julio los seres humanos seremos
6.700 millones, 547 más que hace siete años. Y, si sigo leyendo, los escalofríos se multiplican: las proyecciones
de los demógrafos son de que en 2050 -algunos de ustedes estarán vivos para comprobarlo- este planeta estará
habitado por 9.200 millones de personas, cuatro veces más de las que en él
vivían en 1950.
Ítem
más. Una gran parte de los terrícolas
-así nos llamaban los
invasores interplanetarios de los tebeos de mi infancia- serán bastante viejos, sobre todo en los países desarrollados.
En Europa, que es el único continente donde la población decrecerá a pesar
del flujo de emigrantes, el número de los mayores de sesenta años se habrá
doblado: lo de vivir más y fecundar menos tiene sus consecuencias. Y si la
media de edad de los europeos está ahora en 39 tacos, no les digo nada de en cuánto se va a poner para
entonces. Claro que en Japón será de 55 años: no hay nada como la dieta de
pescado.
En
cuanto a la productividad, en 2050, cuando me encuentre criando malvas (espero), la proporción entre trabajadores y dependientes será de 14
a 10. Y la fuerza de trabajo nos llegará masivamente de fuera: de África, que está muy
cerca y que para entonces habrá doblado -sí, han leído perfectamente- su población, y de
Asia, que, a pesar de las políticas disuasorias de chinos e indios, tendrá
cerca de 1.200 habitantes más que ahora.
Por
lo tanto, el nuestro
(bueno, el de los
que vivan para verlo)
será un mundo con muchos ancianitos.
Claro que las previsiones no tienen por qué cumplirse. Al fin y al cabo,
Malthus fechó para mediados del XIX el punto en que el incremento de
población superaría el abastecimiento de víveres, y, sin embargo, aquí seguimos (por lo menos algunos): inflándonos de hamburguesas
king size, de palitos de surimi y de cereales transgénicos tan ricamente. Y arrojando
cada día a la basura nuestras sobras completas, como si se tratara de una
versión laica del milagro de los panes y de los peces. En cuanto a los viejecitos, la
responsabilidad en la cada vez mayor esperanza de vida (evidentemente no estoy pensando en Irak o
Darfour) hay que atribuirla
principalmente a que vivimos mejor, a que disfrutamos de un buen sistema sanitario y a que no somos muy
aficionados a traer niños al mundo. Y a que tampoco han sucedido
últimamente (toquemos madera) catástrofes
malthusianas correctoras que acaben con los más débiles: ni guerras
totales, ni pavorosas
epidemias letales, ni choques de asterorides como el que, según dicen,
finiquitó a los simpáticos
dinosaurios.
De
manera que, a este paso, y con lo que las ciencias adelantan, el género
humano se está acercando cada vez más a la inmortalidad física (para la espiritual y
transmundana, que tanto anhelaba Eróstrato, hace falta estar muerto): una obsesión que,
desde el poema de Gilgamesh hasta las modernas sectas apocalípticas. nos ha venido
acompañando insidiosamente.
De hecho, hay científicos convencidos de que en este mismo momento está
naciendo algún niño que estará vivo ¡dentro de 150 años!, lo que no deja de
ser un comienzo.
Claro
que la literatura -además
del sentido común- nos enseña que vivir
más tiempo tampoco garantiza la felicidad, como bien sabían los
struldbruggos de aquella isla lejana a la que llegó Gulliver, y que no
podían morir, pero sí envejecer y enfermar, haciéndose cada vez más insoportables. O como
aprendió el narrador de El inmortal, de Borges, que, convencido de que
«dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el
número de sus muertes», no descansó hasta encontrar el río cuyas aguas le
permitieron dejar de serlo. Y es que, según y cómo, la muerte es un bálsamo.
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literalmente, me estas salvando el curso y la Pau, GRACIAS!!!!!
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